domingo, 8 de septiembre de 2013

EL MANIPULADOR ES MÁS ANTIGUO QUE LAS PUTAS


EL MANIPULADOR ES MÁS ANTIGUO QUE LAS PUTA



La manipulación es hacerte querer lo que realmente quiero yo. Para lograrlo omitiré y alteraré la información, y fabricaré hechos y razonamientos para convencerte. Lo repetiré tantas veces como sea necesario y utilizaré todos los medios a mi alcance.

¿Quién no ha conocido a un manipulador? ¿Cuántos de nosotros tenemos una madre, un amigo y no digamos una pareja manipuladores? Yo sí, aunque no diré quiénes son.  ¿Cuántas veces hemos hecho o pedido algo que en un principio no queríamos? ¿Qué pasó?, nos preguntamos. ¿Cuándo cambié de parecer?

Al tomar distancia, muchas veces nos damos cuenta (muchos otras no) de que como una arañita laboriosa un amigo, grupo, autoridad o simplemente nuestra santa madre, nos ha ido tejiendo una red en la que al final hemos caído, cambiando nuestra opinión, nuestras convicciones y hasta nuestros deseos, por otros que son siempre lo que esa persona, grupo o autoridad nos ha inoculado con su ascendiente sobre nosotros.

La manipulación es muy diferente a la tiranía, a la imposición. Se vale de la seducción y la paciencia, pues quiere que no exista oposición de nuestra parte para lograr su cometido y para conservarlo, sobre todo.


Cuántas veces las parejas, al reclamarles que hemos hecho algo que no queríamos, responden con un: “Pero si tú estabas de acuerdo, tú mismo me lo pediste” Y sí, luego recordamos cómo fue aquello: “¿Mi amor, qué te parece si vamos a esta película? “No, a mí no me gustan las películas románticas”, objetamos. “Pero si fulano me dijo que había un montón de balazos”, mentimos, aunque sólo haya en la película un balazo que mata al amantísimo esposo. “Si es así, órale, vamos”.

¿Y cuántas veces nosotros, sí, nosotros, hacemos lo mismito?:  un montón y desde niños. A poco no recordamos cuando le decíamos a nuestro compañerito de juegos: “Este carrito está más chido que el que tú tienes”, porque eeeeeese era el que nosotros queríamos.


Para manipular, el manipulador tiene que construir una confianza importante en el otro. Sino no tendría credibilidad ni injerencia en el manipulado. Muchas veces esa posición de confianza y poder sobre el otro está dada por la propia jerarquía, otras veces la construye. Recordemos la novela de Patricia Highsmith, “El talento de Mr. Ripley”, y cómo éste va tejiendo su telaraña sobre Greenleaf.

En el primer caso, el de la autoridad, la confianza se va creando en gran medida con auxilio de los medios de información; estos tienen todo el entramado para crear los lazos de credibilidad y confianza en el auditorio, lo que los convierte en un instrumento muy eficaz de penetración y sobre todo de manipulación. Pero esto es algo muy manido; todos lo sabemos, aunque seguimos cayendo en su influjo. Curioso ¿verdad?


Tengo una anécdota muy simpática sobre esto mismo: en el festival de cine de Huelva alguien me abordó para felicitarme por mi participación en una película con Brad Pitt. Yo le dije que no había trabajado nunca con aquel guapo señor, ante lo cual, el hombre me respondió entre indignado y aleccionador: “Claro que sí, lo leí esta mañana en el periódico”. “Pues bueno, si usted lo dice”, le respondí.



Pero bien, hasta ahí no se hace daño a nadie, hasta me pude quedar con la fantasía de una escena en góndola con el hoy marido de la Jolie, pero cuando ya lo que se persigue es más que una nota para llenar la sección de espectáculos, ese es otro cantar.

No puedo evitar señalar lo que está pasando en el mundo, y en concreto en México, con la manipulación informativa e institucional para destruir los derechos y vender  la riqueza nacional. No entraré a reflexionar sobre las reformas o la venta de activos, sino sobre el proceso de manipulación que logra que lo que sólo a unos pocos favorece sea pedido por la mayoría, a pesar de ser los directamente perjudicados. 


            Sería muy ingenuo pensar que de la noche a la mañana a un gobierno se le haya ocurrido, “vamos a vender Pemex” o “vamos a cambiar la ley laboral”. Esto es el colofón de todo un proceso. La punta del iceberg, que se dice. Cuando sale la propuesta a la luz, ya lleva mucho tiempo trabajándose el asunto.

            Así, primero, ya que el gobierno tiene en sus manos la administración y el control de lo que piensa vender o la ley que piensa modificar, debe JUSTIFICAR la venta o alteración de la ley, y qué mejor justificación que “porque no sirve”. Y… para que “no sirva ya” la solución es muy sencilla: ¡descomponerlo! En lugar de hacer su trabajo y poner a funcionar correctamente las instituciones o servicios del estado, (que son públicos pues deben dar un servicio fundamental para la sociedad y por lo tanto no buscan obtener una ganancia), lo “descomponen”. No me detendré en las múltiples formas para destruir la sanidad pública, las empresas paraestatales, la educación, etc, etc. 


            Para que nos quede claro, en EU por ejemplo, hoy los empresarios han tomado como negocio la administración de las cárceles porque “el estado no era capaz de hacerlo bien”. Ya no le hacen feo a nada estos empresarios; están desesperaditos. Claro, ahora a los jueces les pagan una lana por cada sentencia de cárcel y a los legisladores para endurecer las penas. Precioso esto de la democracia, precioso.

            Bueno, a lo que íbamos: ya convirtieron la educación pública o Pemex, por ejemplo, en una actividad o empresa llenas de rezagos, deficiencias y carencia. Claro, cualquier capitalista, lo lógico es que huyera de una empresa o un servicio que es inoperante o está en números rojos. Pues no, resulta que estas empresa de producción y servicios son una golosina para los generosos y entusiastas empresarios que se sacrificarán por la sociedad y comprarán a bajo precio, eso sí, estos despojos de la nación. 


Las cifras, claro, están bien alteradas para ocultar o mostrar lo que conviene o no revelar. Destruir el IMSS no es lo mismo que cargarse la producción petrolera: al IMSS van los trabajadores y si se mueren, pues qué pena (cuando lo privaticemos ya será negocio),  pero no se va a dejar de sacar petróleo y perder ese dinerito ni invertir con dinero público en infraestructura para después venderlo bien baratito a los amigos empresarios.

            Así nos bombardean con paciencia durante años sobre los problemas irresolubles de las instituciones públicas. Pero yo me pregunto: ¿Por qué no nos ponemos de pie encabronadísimos y respondemos?: “Pues haz tu pinche trabajo que es para lo que estás ahí y te pago un sueldo, presidentucho, secretaruicho de estado, directorsucho de Pemex, del Imss, diputadete, senadorzucho de porquería? Pero no, eso no se nos ocurre. Miramos impasibles la destrucción, como si fuera una fatalidad, pero….

            …pero claro, siempre se necesita un culpable, ¿sino cómo?, alguien podría preguntar: "¿Bueno y entonces quién tiene la culpa de este desastre de gestión?". Ahí empieza la segunda parte de la gran manipulación, pues el objetivo no es tener a un país dando la lata al oponerse a perder sus derechos y riquezas, sino dóciles corderitos que no sólo acepten sin chistar, sino que hasta lo pidan.  

          
  
Y no se les ha ocurrido en estos tiempos un disparate más inconmensurable que culpar a ¡¡los trabajadores!! de la mala administración, desempeño y hasta de las tarifas de los servicios públicos. ¿Perdón? ¿Cómo? ¿Pero qué soy yo pendejo? Así que resulta que los altos cobros de la luz y el mal servicio era responsabilidad de ¡los trabajadores del SME!, ni siquiera hablaban de los trabajadores de la compañía de luz y fuerza, sino del sindicato. A ver, a ver… ¿cómo? ¿El sindicato era el dueño de la compañía de luz? ¿Y el director, el secretario de energía, el presidente? No, ellos no sabían nada ni tenían la culpa de nada, son los trabajadores los que cobraban, administraba el servicio… De locos, vamos.

            Ahora lo mismito con los maestros: esos seres malvados, vagos de billar, perversos, y abusivos, son los culpables de los problemas de la educación púbica en México. La cúpula sindical y las autoridad coludidas para robar y maniobrar a su antojo la enseñanza, no aparecen por ningún lado. La Secretaría de Educación Pública es inocente de todo pecado o mala acción. ¡Ah, chingaos!



            Campañas van y vienen… Cargada completa, exaltación de la violencia, clasismo y racismo contra los maestros. Campañas de escarnio, burla, desprestigio. Ya tienen a su culpable y la población clama justicia contra estos maestros huevones y corruptos. Nadie menciona al secretario de educación, nadie. Imaginando, que no es, que fuera cierto, cómo es que nadie pregunta algo muy sencillo: ¿por qué dejaron que pasara eso? ¿quién permitió que la educación se deteriorara así?

      
  Loros, somos loros amaestrados. La manipulación no es un arte, es el resultado de nuestra incapacidad de raciocinio, junto a una necesidad muy poderosa de delegar los problemas a otro, pero sobre todo apela y se alimenta de nuestra falta de empatía. Imposible sería que alguien intentara manipularme si yo cuestiono sus argumentos y me pongo en lugar de la persona injuriada. Si investigo. Si me pregunto algo muy simple: ¿Quién se beneficia de todo esto?

p.d. ...pero pobres de nosotros, pues cuando la manipulación no sea suficiente, vendrá, claro, la represión aún más salvaje de lo que ya es. Así que o nos dejamos por la buena o será por la mala... "O te alojas y te dejas que te chingue o te madreo". No hay de otra ¿o sí...? 
   

domingo, 1 de septiembre de 2013

¡ESTÁ USTED EQUIVOCADO!


 ¡ESTÁ USTED EQUIVOCADO!



Discusión: “Análisis o comparación de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”, según la Real Academia Española 


¿A quién no le gusta una buena discusión donde poder defender una tesis o una opinión? Un mecanismo eficaz para poner una deducción a prueba es la discusión, la dialéctica. Mediante la correcta inferencia puedo demostrar que mi tesis es válida, y para que sea válida debe encerrar una verdad incontrovertible.

En un laboratorio, podemos probar que una sustancia reacciona de tal o cual manera, pero en el terreno de los conceptos, se arguyen otro tipo de pruebas: los argumentos. Entonces, el arte de la discusión se basa en la construcción de argumentos válidos que prueban o infieran una tesis, frente a alguien que, con la misma información e igual conocimiento del tema o con verdadero interés en comprender, nos presenta batalla con otra teoría o con cuestionamientos.

En una discusión tenemos un fenómeno, una idea o un suceso y dos tesis o más. Todos sabemos que sólo una puede ser válida, pues la causa de un fenómeno en las mismas circunstancias, sólo puede ser una o un conjunto específico de causas.

¿Pero qué hay escondido detrás de la defensa de una tesis? ¿Qué dice de nosotros? El propio proceso de discusión, los argumentos, proposiciones, axiomas y sobre todo las falacias nos pueden dar una la clave para averiguarlo.

Empecemos por delimitar las cosas. Si la discusión tiene como objeto la prueba de una verdad, los gustos e inclinaciones personales quedan fuera del terreno del razonamiento, pues qué color es más bello, si el azul o el rojo, no es objeto de debate, sino de preferencias. Por eso cuando alguien me dice: “Mi opinión es tan válida como la tuya”, le respondo, “No, si no logras probar tu opinión, no es válida”. Sólo son igualmente válidos los gustos, no las tesis u opiniones.

            ¿Pero de dónde salió la idea de la cual estoy convencido y que he de probar en la discusión? Sólo hay dos respuestas: por aprendizaje del conocimiento ya existente y/o mediante la observación del fenómeno y la consecuente asociación de ideas alrededor de éste, hasta que logramos la comprensión de su funcionamiento u origen. Digo y/o, pues una cosa es aprender de memoria un conocimiento y otra muy distinta es reconstruir las proposiciones para llegar a un convencimiento pleno de su veracidad. 


Schopenhauer comienza su gran ensayo “El arte de tener razón” de esta manera:

“En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. ¿Cuál es el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte ser falso, y verdadero lo del adversario”.

Más adelante, Schopenhauer detalla treinta y ocho estratagemas para tener razón o manipular una discusión a nuestra conveniencia.

 El ensayo, tan esclarecedor como divertido, da en el clavo cuando habla de que es “la maldad natural del género humano” lo que nos lleva a buscar tener la razón, pero yo iría más lejos en esto. A diferencia de Schopenhauer pienso que no sólo por vanidad defendemos una tesis con falsos argumentos. Para averiguarlo, sería interesante preguntarnos: ¿qué asociación de ideas ha construido mi teoría y de dónde vienen?

Observando las principales argumentos falaces que esgrimimos en una discusión, podremos inferir que el origen de la maldad natural del género humano en el terreno de la discusión, en infinidad de ocasiones, va más allá de la vanidad. Creo que las propias falacias nos señalan el trasfondo de esa “maldad natural”, que yo rebautizaría como “debilidad natural”, pues cada argumento falaz encierra, sostengo, nuestro pecado original, nuestra debilidad, nuestros fallos de carácter. Algunos dirán que encierran nuestra incapacidad para comprender, o sea, nuestra estupidez, pero me parece que esa estupidez se genera por “debilidades naturales” muy profundas y, en la mayoría de los casos, no por falta de neuronas.

Ah, pero esto tengo que probarlo ¿verdad? Será muy divertido barajar los argumentos falaces. Vamos allá.

Veamos primero uno de los argumentos falaces más comunes: el argumentum ad verecundiam o argumento de autoridad. En todas las épocas, la autoridad encumbrada emite las leyes y teorías que prevalecen en la sociedad. En el siglo XXI la autoridad eclesiástica está de capa caída, y ha sido sustituida en gran medida por la autoridad científica, cultural, mediática, financiera… A lo largo de la historia, la autoridad ha ejercido férreamente su control y para ello le ha sido necesario ocupar todas las áreas del conocimiento o de la actividad social. Las diferentes disciplinas concatenan “sus autoridades” entre sí para formar una red consistente, y por tanto la considero como una sola autoridad que se expresa en los distintos ámbitos de la vida social.

Cuando la autoridad emite una sentencia, la sociedad, en su mayoría, suele aceptarla sin discusión. Esto es perfectamente comprensible, pues si soy arquitecto, por ejemplo, no tengo los conocimientos necesarios para poner en tela de juicio a la autoridad médica y por tanto le doy un voto de confianza a la autoridad médica.

Sin embargo, en ocasiones, aun sin tener  capacitación en una materia, observamos incongruencias que nos llevan a dudar de la veracidad de las ideas prestablecidas. La mayoría de las veces en que alguien osa hacerlo, la respuesta general es imponer el principio de autoridad. Cuántas veces hemos oído algo como esto: “Si el médico dice que tu hijo tiene un trastorno de déficit de atención, no discutas y medícalo, porque si no lo estás poniendo en peligro” o “¿cómo te atreves a decir que la teoría del Big Bang está equivocada si el propio Einstein la respaldó?”

Los campeones esgrimiendo principios de autoridad son los medios de comunicación, que a su vez, son herramientas, claro, de la propia autoridad.

Pero a lo que íbamos: ¿por qué digo que no sólo por vanidad se utiliza un argumento falaz para ganar una discusión? En el caso del principio de autoridad, creo que es utilizado, en muchos casos, por pereza mental o por costumbre, pero también existe otro factor: la inconmensurable necesidad de los seres humanos de “creer” en algo estable, confiable, seguro.

Tradicionalmente, al menos en occidente, la religión católica nos tenía domesticados a creer ciegamente en su autoridad y en su doctrina. Todo apunta a que ahora hemos pasado el bastón de mando a la autoridad científica, política y cultural para lidiar con gran parte de “nuestras creencias”. Los dogmas de fe religiosa están pasados de moda, pero no así, los igualmente actos de fe en cuanto a la autoridad científica por ejemplo, la cual tiene todas las de ganar, pues es muy complicado rebatir sus sentencias. Cosas como la materia oscura (nunca observada), o la energía oscura (nunca demostrada), son hoy dogmas virtualmente incuestionables, a pesar ¡de no haber sido probados ni observados! Ya no digamos la teoría del Big Bang (claramente denominada teoría por ser un modelo especulativo sobre el origen del universo, y no una ley) que tiene como precursor a George Lemâitre, sacerdote católico y astrofísico belga. 



El hecho de que una autoridad afirme una tesis no es sinónimo de veracidad, y para probar la duda razonable en contra de la versión oficial de la creación del universo, recurriré, claro, a un silogismo bárbara: “Muchas teorías han sido desbancadas por otras teorías a la luz de nuevos conocimientos o razonamientos”; “el Big Bang es una teoría”, “por lo tanto, el Big Bang es una teoría susceptible de ser desbancada”.

¿Pero por qué nos aferramos al principio de autoridad aun frente a inferencias y argumentos que prueban su invalidez o que al menos señalan dudas en su veracidad? Yo afirmo que el argumento de autoridad nos remite, no sólo a tratar de ganar una discusión por vanidad como menciona Schopenhauer, sino a nuestros miedos. Pareciera que nos sentimos indefensos en un mundo hostil ante el cual necesitamos de una autoridad superior que nos proteja, nos muestre el camino y nos explique el mundo. 

 El cuestionamiento de esa autoridad nos lleva a salir de su influencia y ante ello nos sentimos en estado de indefensión. Y aunque a veces el argumento de autoridad encierra sólo pereza a razonar, cerrazón, manipulación o vanidad por ganar la discusión, yo sostengo que tiene por lo regular como trasfondo psicológico el miedo a la ausencia de autoridad, a la desprotección y al castigo por desobediencia.

Para demostrarlo, respondámonos: no cuestionar ni investigar las dudas razonables de una tesis oficialmente impuesta ¿nos protege de algún peligro o es justamente lo contrario y nos expone a un doble riesgo? Pues si una teoría es incorrecta y me dejo llevar por sus preceptos, lo lógico es que me encuentre en un peligro aún mayor. Por lo tanto, el miedo a lo desconocido y a la ausencia de autoridad parece ser más fuerte que el miedo al peligro del cual buscamos protegernos. Curioso, ¿verdad?

Si yo cuestiono un veredicto médico, estoy en riesgo de saberme desprotegida, sí, pero aceptar un diagnóstico equivocado es ponerme en peligro de agravar de mi enfermedad. Aquí aparece un nuevo elemento psicológico digno de observar: si enfermo, en última instancia la culpa será del médico y no mía; en cambio, si me alejo del tratamiento y enfermo, a nadie podré culpar. La culpa, la responsabilidad de una decisión es algo con lo que muy pocos seres humanos están dispuestos a lidiar y preferimos endilgarle la responsabilidad a un tercero, a la fatalidad o al destino. El concepto y condicionamiento judeo-cristiano de la culpa, es digno de una nueva entrega, claro.

El argumentum ad verecundiam es muy común en discusiones políticas, pues el vacío o la duda sobre la autoridad que nos gobierna suele crear un miedo muy intenso. Por eso muchas personas, aun antes de escuchar razonamientos, anteponen la dichosa frase: “eso son teorías conspiranoides”, y por lo tanto caen en otra falacia, el argumento ad hominem que analizaremos más adelante.

   El principio de autoridad llega a obliterar muchas veces el más elemental sentido común. No es algo muy difícil de probar que frecuentemente la autoridad entra en un conflicto de intereses. Tener el poder de decidir y administrar y no aprovecharse de ello, es casi imposible para los hombres; la historia universal es la prueba misma de esta afirmación. Pero parece que los seres humanos nos resistimos a investigar sobre ese conflicto de interés, pues necesitamos de la autoridad de un sacerdote, de un monarca, de un tlatoani, de un sabio, de un líder o de las instituciones para sentirnos ¿seguros?

Veamos: ¿qué pasa cuando alguien cuestiona a la autoridad? Por poner un ejemplo: recuerdo a norteamericanos de izquierda que se violentaron profundamente ante mis comentarios sobre la posibilidad de que los atentados del 11 de septiembre hubieran sido perpetrados por su propio gobierno, tanto, que ni siquiera me permitieron exponer la serias dudas que existen sobre la versión oficial. 

El miedo a que nuestro propio gobierno desde las sombras haya atentado contra sus gobernados, es tan poderoso que nos impide analizar los hechos. Y es curioso que creamos que estamos más seguros con un gobierno de dudosa honestidad, que conociendo la verdad de sus intenciones y actuaciones, para de esa manera protegernos. Por supuesto, existe una figura emblemática para visualizar ese comportamiento: el avestruz que esconde la cabeza en la arena, aunque es un mito. El grave problema es que ignorando o negando un hecho, forzosamente somos aún más vulnerables. Pero muchos seres humanos, muchos, no se dan cuenta del peligro inminente de esa actitud. Conocer la verdad no implica, necesariamente, actuar contra la autoridad (pues la mayor parte de las veces no es posible) pero sí prevenir en alguna medida los golpes a los cuales podemos estar expuestos. 

Ahora bien, a quien se atreve a dudar, discutir o refutar los argumentos sostenidos por el establishment, no solamente se le enfrenta con el principio de autoridad, sino con una falacia más: el argumento ad hominem, del latín "contra el hombre”. Así, se nos descalifica por no ser estudiosos del tema, por pertenecer a tal o cual grupos, por hechos de nuestro pasado o nuestra condición presente, sin importar la lógica de las alegaciones. Con la descalificación se intenta rebatir una tesis, siendo que este argumento es completamente inválido, pues el razonamiento sale fuera del tema de discusión.

El alegato: “tú no tienes ninguna autoridad para hablar de esta enfermedad porque no eres médico”, es una apreciación que no prueba nada respecto a las dudas sobre un tratamiento o diagnóstico. “Tú eres rico y por lo tanto no puedes hablar del sufrimiento humano”. “Como eres un desobligado no tienes derecho a opinar sobre las políticas de empleo de nuestro país”. Cuando no se tienen argumentos válidos o se va perdiendo una discusión, se suele recurrir a la descalificación y el insulto. Claro que es muy fácil que esto lleve a… un pleito, una mentada de madre o una buena golpiza entre los debatientes. Al menos, así, seguro que se acaba la discusión. Cuántas de estas recordamos, ¿verdad?


Esta falacia, el argumento ad hominem, habla de nuestros prejuicios, y como el significado mismo de la palabra exhibe (Prejuicio: “juicio que se tiene formado sobre una cosa antes de conocerla”, según el diccionario de María Moliner), un prejuicio es la antítesis de un argumento.

Y cuando las pruebas del hecho son tan flagrantes, y el argumento de autoridad y la descalificación no son suficientes, para “ganar” la discusión, entonces, se invoca otra falacia: el argumento ad consequentiam o argumentum ad consequentiam, argumento dirigido a las consecuencias, mediante el cual se pretende probar algo señalando las consecuencias del fenómeno que se está discutiendo.

 Este es uno de los argumentos donde más notoriamente se manifiestan los otros motivos, aparte de la vanidad, para argumentar de manera falaz. “Si nuestro gobierno hubiera hecho eso, toda nuestra sociedad se desmoronaría, por lo tanto no lo ha hecho”. “Dios debe existir porque sino los hombres nos convertiríamos en unos salvajes”. ¿Por qué esgrimimos las consecuencias como argumento? Claramente, por temor a ellas o deseo por ellas. Pero las consecuencias negativas o positivas nunca podrán constituir un argumento probatorio de una teoría o ser una inferencia válida, porque son precisamente el resultado, la consecuencia del fenómeno, más nunca, por lo tanto, la verdad intrínseca del mismo. Sin embargo, suelen utilizarse popularmente, sin reparar en su falsedad.

Mediante el argumento ad consequentiam podemos observar cómo se trasminan no sólo los miedos que nos dominan, sino al mismo tiempo nuestros deseos más profundos. Un ejemplo: “Esta madre tiene que ser inocente, si no qué sería de sus hijos”. “Este gobierno tiene que ser honesto, si no qué sería de nuestra sociedad”. “La iglesia debe tener razón, si no perderíamos toda esperanza”.

El argumento ad consequentiam es lo que comúnmente denominamos una perogrullada, pero a pesar de ser tan divertido, pues muchas veces resultan simpáticos disparates, claramente es un grito de nuestros temores y deseos que se impone a nuestro raciocinio. Queremos que nuestros deseos sean realidad y buscamos, por medio de la discusión, probar lo que queremos interiormente, convencernos a nosotros mismos, pues la falacia es tan obvia que sólo así puede explicarse que alguien la utilice para ganar una discusión.



cuadro de Joan Miró
Pero pasando a argumentos que denotan trasfondos más veniales, vayamos a los sofismas del terreno de la cultura que se sustentan innumerables veces, no sólo en el principio de autoridad, sino en el argumento ad populum que afirma que algo es válido por hacerlo o pensarlo la mayoría. ”Joan Miró debe ser un buen pintor, porque miles de personas van a sus exposiciones”. “Si todo el mundo bebe cocacola es porque es buena”. “Si el río suena es que agua lleva”. Las falacias basadas en un argumento ad populum suelen hablarnos de nuestra necesidad de pertenecer al grupo, de sentirnos “normales”, adaptados y ver a nuestros semejantes y a nosotros mismos como seres sensatos, prudentes y sabios. Y nosotros queremos estar del lado de la gente, de lo normal; no queremos destacarnos, hacernos notar, contradecir a la mayoría. El ostracismo era el peor castigo en Roma y en muchos pueblos de la antigüedad. Así pues… nuevamente aparecen en escena nuestros miedos, el miedo a la exclusión social o al descrédito.

Claro que la autoridad hace muy buen uso del argumento ad populum, si no cómo se explica que tanta gente afirme que un cuadro en blanco con una raya es una obra de arte, o que es bella la figura de una mujer con zapatos como zancos, o que tal o cual libro manufacturado como un bestseller es una joya de la literatura. 


Para pertenecer al grupo es necesario aceptar las verdades populares y actuar en consecuencia. Cuestionarlas es vivir fuera, y ser un outsider requiere valor y ese es un precio muy duro de pagar para la mayoría. Es mejor entonces hacer como que estamos de acuerdo y muchas veces hasta terminamos por creer aquello que en una primera instancia nos parecía una locura, una tomada de pelo o una barbaridad. Nuevamente nos topamos con nuestros miedos, parece que al final no era tan venial el trasfondo del argumento ad populum.


Pero muchas veces las falacias son utilizadas para manipularnos y están muy bien usadas, tanto que algunas veces nos vemos atrapados en una discusión en la que sabemos que nuestro oponente nos está ganando con falacias y no encontramos cómo salir del atolladero. Eso suele pasar ¿con quién?: Con los políticos y los abogados, por supuesto. Los políticos están o estaban, porque ahora son burdísimos, entrenados en el arte de tener razón, como menciona Schopenhauer, y utilizan la retórica y los sofismas con gran talento. El arte de engañar y de manipular para ellos es el pan nuestro de cada día. De nosotros depende detectar sus falacias o creerlas.



Para cerrar con broche de oro recordaré a un pasaje en “El péndulo de Foucault” de Humberto Eco que ejemplificará mucho mejor y de manera muy divertida un aspecto más de lo que hemos analizado. Saco los extractos más significativos de una conversación en el bar Pilades entre Casaubon y Belbo:



 “-En el mundo están los cretinos, los imbéciles, los estúpidos y los locos...”

-El cretino ni siquiera habla, babea, es espástico. Se aplasta el helado contra la frente, no puede ni coordinar los movimientos. Entra en la puerta giratoria por el lado opuesto.

-Ser imbécil ya es más complicado. Es un comportamiento social. El imbécil es el que habla siempre fuera del vaso… O si prefiere, es el que siempre mete la pata, el que le pregunta cómo está su bella esposa al individuo que acaba de ser abandonado por la mujer…

-El estúpido no se equivoca de comportamiento. Se equivoca de razonamiento. Es el que dice que todos los perros son animales domésticos y todos los perros ladran, pero que también los gatos son animales domésticos y por tanto ladran… El estúpido es muy insidioso. Al imbécil se le reconoce en seguida (y al cretino ni qué decir), mientras que el estúpido razona casi como uno, sólo que con una desviación infinitesimal. Es un maestro del paralogismo… Un estúpido puede llegar incluso a ganar el premio Nobel...”