Los ojos verdes, chispeantes, preciosos, de Carmeta es
el primer brillo que nos deslumbra al verla, pero enseguida hay algo más
intenso que nos envuelve: su simpatía.
Su gracia
innata, eterna y espontánea viene de su inteligencia y de su sagaz
percepción del mundo. Encuentra el requiebro y la singularidad en todo lo que
la rodea y sabe disfrutar desde lo más íntimo hasta lo más abierto.
En mi
infancia, el momento más luminoso era cuando me quedaba sola con ella y la
miraba arreglarse para salir. La observaba embelesada cuando se maquillaba, se
peinaba, se vestía. Yo quería ser como Carmeta. Soñaba que algún día podría ser
tan guapa como ella, aunque ya desde muy niña yo sabía que nadie podía tener esa
personalidad arrolladora y a la vez. Combinar con tanta naturalidad la simpatía y
la ternura es algo que no he encontrada en nadie más que en Carmeta, mi tieta
querida.
Recuerdo con
deleite las horas que pasábamos echadas en su cama, en casa de la Yaya,
mientras me contaba historias y anécdotas que para mí eran las del mundo
prodigioso de una mujer fascinante.
Todos conocen
su talento para contar chistes. Nadie puede igualarla. El combate que en
algunas memorables sobremesas se entablaba entre Carmeta y Fernando Colchero
Landa, era despiadado, pero hay que reconocer que Carmeta terminaba ganando,
pues además de su incomparable salero, es previsora y siempre llega armada de
una libretita que saca de su bolso de Mary Poppins, donde lleva anotadas, en
un estilo único e indescifrable, las claves de cada chiste.
La cereza del pastel, como diríamos, de
todas las navidades o reuniones familiares, cuando casi todos estaban ya bien
achispados o agotados, era ver a Carmeta bailar las rumbas de Peret. Yo le hacía comparsa,
pero no sin vergüenza por no estar a la altura de su garbo, claro.
Más de una vez, ya en mi
adolescencia, nos íbamos en pantuflas o como fuera, en la madrugada, a por unos
taquitos de Santa María la Rivera y nos los comíamos en el coche, felicísimas.
Así nada más, por el puro antojo. Y, de esta manera, podría pasarme días recordando anécdotas.
Su
generosidad es proverbial. Todos sabemos que con Carmeta siempre se puede
contar. Además, nadie como ella
despliega tanto donaire y desenfado cuando nos tiende la mano. Su desprendimiento
no viene envuelto en cálculo de reciprocidad ni en jactancia alguna, sino en cariño y
sinceridad.
La crianza de sus tres hijos
no la convirtió en una señora seria o dura, al contrario, aumentó su desparpajo y
sus ganas de vivir. A lo largo de los años, los altibajos y los sinsabores no han hecho decaer su
luminosidad. Cubierta de piedrones, como ella llama a las joyas que tantísimo
le gustan, o en bata de casa, su alegría nos ilumina a todos.
Cada
época de mi vida ha estado marcada por su generosidad, su risa incomparable y su calidez. Por ello mi vida ha sido mucho mejor, y le estoy
muy agradecida.
Hoy, en los
días más terribles para mi adorada Carmeta, sólo quiero que sepa lo muchísimo
que la quiero y la admiro.
Siempre estaremos
muy cerca, Carmeta querida; llorando o riendo, siempre abrazadas