Cáncer:
lucha o sufrimiento
La
ciencia médica nos pide, casi invariablemente, una fe ciega en sus protocolos,
diagnósticos, prognosis y tratamientos; aunque, por lo general, nosotros
otorgamos voluntariamente y con entusiasmo esa fe por el deseo natural de alcanzar
la cura a nuestros males.
Si el tratamiento falla y el paciente muere, la medicina suele
adjudicar su fracaso a la alta virulencia de la enfermedad o a la dilación
en su detección.
Los pacientes graves de todas las enfermedades suelen ser
tratados por la sociedad con conmiseración, pero los pacientes de cáncer reciben
un trato diferente, que no es prioritariamente de conmiseración, sino que se
les erige en artífices de su propia curación convirtiéndolos en “gladiadores”
en lucha contra su enfermedad. Y a pesar de que es “buen luchador” sólo el que
acata y sufre todos los protocolos oncológicos, si muere, es él quien ha “perdido
la lucha contra el cáncer”, y no la ciencia médica la que ha fallado en su
misión sanadora.
Durante el viacrucis de su tratamiento: cirugías,
quimioterapias, por supuesto, y radiaciones, el paciente de cáncer es un
peleador, mientras que para el resto de las enfermedades los pacientes son sólo
eso, pacientes en manos de la medicina, como debe ser.
Seamos sinceros, los
enfermos tenemos muy pocas opciones de decisión en nuestros tratamientos. Si el
médico sentencia que sin la cirugía o el tratamiento que considera pertinentes
se desencadenará un agravamiento o la muerte, no tenemos más que dos opciones: consentir
a las prescripciones médicas o esperar sin tratamiento el desarrollo de nuestro
afección. Si buscamos curas alternativas volvemos a encontrarnos en la misma
situación: un homeópata, curandero, brujo, hierbero, santero, o cualquiera de
los “alternativos” existentes, nos prescribirá su propio tratamiento, lo mismo
que el médico alópata.
Así que más que luchadores, al rendirnos a cualquier protocolo
médico, no somos sino sufridos pacientes con la buena voluntad de hacer lo que
la medicina nos dicta. Hay quienes lo llevan con más presencia de ánimo y otros
que se derrumban ante la adversidad, pero está claro que no nos queda más
remedio que entregarnos a la ciencia médica o sufrir las casi igualmente
inciertas consecuencias de no hacerlo.
(Yo, hoy, soy de las que ante los no tan victoriosos resultados de dicha
ciencia estoy por atenerme, en caso de sentencia de muerte, a las consecuencias
de los designios celestiales, pero esa soy yo y quién sabe si a la hora de la
hora no me doblegaré con absoluta docilidad al mirar los espectros fúnebres que
comenzarán a rondarme).
No considero que mi querido tío José Colchero haya perdido una
“lucha contra el cáncer”. No, la dichosa lucha la perdió la ciencia médica que
lo colmó de tratamientos y cirugías altamente agresivos que no lo curaron. Lo
mismo que a mi padre querido que murió de neumonía en el tristemente célebre
Hospital de Nutrición de la Ciudad de México, del cual no quiero acordarme,
después de dos meses en terapia intensiva con un lamentable tratamiento lleno
de cuestionamientos. Me dirán que sus muertes eran inevitables, puede ser, pero
en ambos casos la medicina fue ineficaz. Ellos no hicieron más que acatar las órdenes médicas, y por lo tanto, no fueron
“malos luchadores”, sino enfermos a los que la medicina no pudo sanar. Ellos no
perdieron una lucha, perdieron la vida.
Desgraciadamente, a mi alrededor veo cada vez más enfermos
de cáncer. Se suelen referir a ellos como “luchadores”, pero para mí son pacientes
en manos de una ciencia y una sociedad que les transfiere gran parte de la
responsabilidad de su curación, y lo que menos me gusta es que en aras de
elogiar a quienes han fallecido de cáncer se repite la, para mí, inapropiada
frase: “luchó valientemente hasta el final, pero perdió la batalla contra su
cáncer”. Yo, en cambio, digo: “sufrió mucho con su enfermedad y por los tratamientos
salvajes a los que se sometió y, aún así, murió”.
Luchar implica que uno puede ganar si pelea mejor y con
mejores armas, y en el caso de una enfermedad lo que se hace es sufrir, y salvarse
o morir dependiendo de muchos factores que escapan a nuestro ímpetu de lucha o
a nuestro deseo de vivir. Y la medicina es responsable de gran parte de ese
sufrimiento que termina siendo inútil, pues en muchísimos casos el remedio está
resultando peor que la enfermedad, y ese “mal remedio” sí que es competencia de
la ciencia médica.
Tan valientes y respetables me parecen los enfermos
que deciden someterse a los severos tratamientos que la medicina les ofrece, como aquellos que los rechazan.