¡ESTÁ USTED EQUIVOCADO!
Discusión: “Análisis o comparación de los
resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”,
según la Real Academia Española
¿A quién no le gusta una buena discusión donde poder defender una
tesis o una opinión? Un mecanismo eficaz para poner una deducción a prueba es
la discusión, la dialéctica. Mediante la correcta inferencia puedo demostrar
que mi tesis es válida, y para que sea válida debe encerrar una verdad
incontrovertible.
En un laboratorio, podemos probar que una sustancia reacciona de
tal o cual manera, pero en el terreno de los conceptos, se arguyen otro tipo de
pruebas: los argumentos. Entonces, el arte de la discusión se basa en la
construcción de argumentos válidos que prueban o infieran una tesis, frente a
alguien que, con la misma información e igual conocimiento del tema o con
verdadero interés en comprender, nos presenta batalla con otra teoría o con
cuestionamientos.
En una discusión tenemos un fenómeno, una idea o un suceso y dos
tesis o más. Todos sabemos que sólo una puede ser válida, pues la causa de un
fenómeno en las mismas circunstancias, sólo puede ser una o un conjunto
específico de causas.
¿Pero qué hay escondido detrás de la defensa de una tesis? ¿Qué
dice de nosotros? El propio proceso de discusión, los argumentos,
proposiciones, axiomas y sobre todo las falacias nos pueden dar una la clave
para averiguarlo.
Empecemos por delimitar las cosas. Si la discusión tiene como
objeto la prueba de una verdad, los gustos e inclinaciones personales quedan
fuera del terreno del razonamiento, pues qué color es más bello, si el azul o
el rojo, no es objeto de debate, sino de preferencias. Por eso cuando alguien
me dice: “Mi opinión es tan válida como la tuya”, le respondo, “No, si no
logras probar tu opinión, no es válida”. Sólo son igualmente válidos los
gustos, no las tesis u opiniones.
¿Pero
de dónde salió la idea de la cual estoy convencido y que he de probar en la
discusión? Sólo hay dos respuestas: por aprendizaje del conocimiento ya
existente y/o mediante la observación del fenómeno y la consecuente asociación
de ideas alrededor de éste, hasta que logramos la comprensión de su
funcionamiento u origen. Digo y/o, pues una cosa es aprender de memoria un
conocimiento y otra muy distinta es reconstruir las proposiciones para llegar a
un convencimiento pleno de su veracidad.
Schopenhauer comienza su gran ensayo “El arte de tener razón” de
esta manera:
“En efecto, la verdad objetiva de una tesis y su validez en la
aprobación de los contrincantes y los oyentes son dos cosas distintas. ¿Cuál es
el origen de esto? La maldad natural del género humano. Si no fuese así, si
fuésemos honestos por naturaleza, intentaríamos simplemente que la verdad saliese
a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de si ésta se adapta a la
opinión que previamente mantuvimos, o a la del otro; eso sería indiferente o en
cualquier caso, algo muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad
innata, que tan susceptible se muestra en lo que respecta a nuestra capacidad
intelectual, no se resigna a aceptar que aquello que primero formulamos resulte
ser falso, y verdadero lo del adversario”.
Más adelante, Schopenhauer detalla treinta y ocho estratagemas para
tener razón o manipular una discusión a nuestra conveniencia.
El ensayo, tan esclarecedor
como divertido, da en el clavo cuando habla de que es “la maldad natural del
género humano” lo que nos lleva a buscar tener la razón, pero yo iría más lejos
en esto. A diferencia de Schopenhauer pienso que no sólo por vanidad defendemos
una tesis con falsos argumentos. Para averiguarlo, sería interesante
preguntarnos: ¿qué asociación de ideas ha construido mi teoría y de dónde
vienen?
Observando las principales argumentos falaces que esgrimimos en
una discusión, podremos inferir que el origen de la maldad natural del género
humano en el terreno de la discusión, en infinidad de ocasiones, va más allá de
la vanidad. Creo que las propias falacias nos señalan el trasfondo de esa
“maldad natural”, que yo rebautizaría como “debilidad natural”, pues cada
argumento falaz encierra, sostengo, nuestro pecado original, nuestra debilidad,
nuestros fallos de carácter. Algunos dirán que encierran nuestra incapacidad
para comprender, o sea, nuestra estupidez, pero me parece que esa estupidez se
genera por “debilidades naturales” muy profundas y, en la mayoría de los casos,
no por falta de neuronas.
Ah, pero esto tengo que probarlo ¿verdad? Será muy divertido
barajar los argumentos falaces. Vamos allá.
Veamos primero uno de los argumentos falaces más comunes: el argumentum ad verecundiam o argumento de autoridad. En todas las épocas,
la autoridad encumbrada emite las leyes y teorías que prevalecen en la
sociedad. En el siglo XXI la autoridad eclesiástica está de capa caída, y ha
sido sustituida en gran medida por la autoridad científica, cultural,
mediática, financiera… A lo largo de la historia, la autoridad ha ejercido
férreamente su control y para ello le ha sido necesario ocupar todas las áreas
del conocimiento o de la actividad social. Las diferentes disciplinas
concatenan “sus autoridades” entre sí para formar una red consistente, y por
tanto la considero como una sola autoridad que se expresa en los distintos
ámbitos de la vida social.
Cuando la autoridad emite una sentencia,
la sociedad, en su mayoría, suele aceptarla sin discusión. Esto es
perfectamente comprensible, pues si soy arquitecto, por ejemplo, no tengo los
conocimientos necesarios para poner en tela de juicio a la autoridad médica y
por tanto le doy un voto de confianza a la autoridad médica.
Sin embargo, en ocasiones, aun sin tener capacitación en una materia, observamos incongruencias que nos llevan a
dudar de la veracidad de las ideas prestablecidas. La mayoría de las veces en
que alguien osa hacerlo, la respuesta general es imponer el principio de
autoridad. Cuántas veces hemos oído algo como esto: “Si el médico dice que tu
hijo tiene un trastorno de déficit de atención, no discutas y medícalo, porque
si no lo estás poniendo en peligro” o “¿cómo te atreves a decir que la teoría
del Big Bang está equivocada si el propio Einstein la respaldó?”
Los campeones esgrimiendo principios de
autoridad son los medios de comunicación, que a su vez, son herramientas,
claro, de la propia autoridad.
Pero a lo que íbamos: ¿por qué digo que
no sólo por vanidad se utiliza un argumento falaz para ganar una discusión? En
el caso del principio de autoridad, creo que es utilizado, en muchos casos, por
pereza mental o por costumbre, pero también existe otro factor: la
inconmensurable necesidad de los seres humanos de “creer” en algo estable,
confiable, seguro.
Tradicionalmente, al menos en occidente,
la religión católica nos tenía domesticados a creer ciegamente en su autoridad
y en su doctrina. Todo apunta a que ahora hemos pasado el bastón de mando a la
autoridad científica, política y cultural para lidiar con gran parte de
“nuestras creencias”. Los dogmas de fe religiosa están pasados de moda, pero no
así, los igualmente actos de fe en cuanto a la autoridad científica por
ejemplo, la cual tiene todas las de ganar, pues es muy complicado rebatir sus
sentencias. Cosas como la materia oscura (nunca observada), o la energía oscura
(nunca demostrada), son hoy dogmas virtualmente incuestionables, a pesar ¡de no
haber sido probados ni observados! Ya no digamos la teoría del Big Bang
(claramente denominada teoría por ser un modelo especulativo sobre el origen
del universo, y no una ley) que tiene como precursor a George Lemâitre,
sacerdote católico y astrofísico belga.
El hecho de que una autoridad afirme una
tesis no es sinónimo de veracidad, y para probar la duda razonable en contra de
la versión oficial de la creación del universo, recurriré, claro, a un
silogismo bárbara: “Muchas teorías han
sido desbancadas por otras teorías a la luz de nuevos conocimientos o
razonamientos”; “el Big Bang es una teoría”, “por lo tanto, el Big Bang es una
teoría susceptible de ser desbancada”.
¿Pero por qué nos aferramos al principio
de autoridad aun frente a inferencias y argumentos que prueban su invalidez o
que al menos señalan dudas en su veracidad? Yo afirmo que el argumento de
autoridad nos remite, no sólo a tratar de ganar una discusión por vanidad como
menciona Schopenhauer, sino a nuestros miedos. Pareciera que nos sentimos
indefensos en un mundo hostil ante el cual necesitamos de una autoridad
superior que nos proteja, nos muestre el camino y nos explique el mundo.
El cuestionamiento de esa autoridad nos lleva a salir
de su influencia y ante ello nos sentimos en estado de indefensión. Y aunque a
veces el argumento de autoridad encierra sólo pereza a razonar, cerrazón,
manipulación o vanidad por ganar la discusión, yo sostengo que tiene por lo
regular como trasfondo psicológico el miedo a la ausencia de autoridad, a la
desprotección y al castigo por desobediencia.
Para demostrarlo, respondámonos: no
cuestionar ni investigar las dudas razonables de una tesis oficialmente
impuesta ¿nos protege de algún peligro o es justamente lo contrario y nos
expone a un doble riesgo? Pues si una teoría es incorrecta y me dejo llevar por
sus preceptos, lo lógico es que me encuentre en un peligro aún mayor. Por lo
tanto, el miedo a lo desconocido y a la ausencia de autoridad parece ser más
fuerte que el miedo al peligro del cual buscamos protegernos. Curioso, ¿verdad?
Si yo cuestiono un veredicto médico,
estoy en riesgo de saberme desprotegida, sí, pero aceptar un diagnóstico
equivocado es ponerme en peligro de agravar de mi enfermedad. Aquí aparece un
nuevo elemento psicológico digno de observar: si enfermo, en última instancia
la culpa será del médico y no mía; en cambio, si me alejo del tratamiento y
enfermo, a nadie podré culpar. La culpa, la responsabilidad de una decisión es
algo con lo que muy pocos seres humanos están dispuestos a lidiar y preferimos
endilgarle la responsabilidad a un tercero, a la fatalidad o al destino. El
concepto y condicionamiento judeo-cristiano de la culpa, es digno de una nueva
entrega, claro.
El argumentum ad verecundiam es muy común en discusiones políticas, pues
el vacío o la duda sobre la autoridad que nos gobierna suele crear un miedo muy
intenso. Por eso muchas personas, aun antes de escuchar razonamientos,
anteponen la dichosa frase: “eso son teorías conspiranoides”, y por lo tanto
caen en otra falacia, el argumento ad hominem que analizaremos más adelante.
El principio de autoridad llega a
obliterar muchas veces el más elemental sentido común. No es algo muy difícil
de probar que frecuentemente la autoridad entra en un conflicto de intereses.
Tener el poder de decidir y administrar y no aprovecharse de ello, es casi
imposible para los hombres; la historia universal es la prueba misma de esta
afirmación. Pero parece que los seres humanos nos resistimos a investigar sobre
ese conflicto de interés, pues necesitamos de la autoridad de un sacerdote, de
un monarca, de un tlatoani, de un sabio, de un líder o de las instituciones
para sentirnos ¿seguros?
Veamos: ¿qué pasa cuando alguien cuestiona a la autoridad? Por poner
un ejemplo: recuerdo a norteamericanos de izquierda que se violentaron
profundamente ante mis comentarios sobre la posibilidad de que los atentados
del 11 de septiembre hubieran sido perpetrados por su propio gobierno, tanto,
que ni siquiera me permitieron exponer la serias dudas que existen sobre la
versión oficial.
El miedo a que nuestro propio gobierno desde las sombras haya
atentado contra sus gobernados, es tan poderoso que nos impide analizar los
hechos. Y es curioso que creamos que estamos más seguros con un gobierno de
dudosa honestidad, que conociendo la verdad de sus intenciones y actuaciones,
para de esa manera protegernos. Por supuesto, existe una figura emblemática
para visualizar ese comportamiento: el avestruz que esconde la cabeza en la arena, aunque es un mito. El grave problema es que ignorando o negando un
hecho, forzosamente somos aún más vulnerables. Pero muchos seres humanos,
muchos, no se dan cuenta del peligro inminente de esa actitud. Conocer la
verdad no implica, necesariamente, actuar contra la autoridad (pues la mayor
parte de las veces no es posible) pero sí prevenir en alguna medida los golpes
a los cuales podemos estar expuestos.
Ahora bien, a quien se atreve a dudar,
discutir o refutar los argumentos sostenidos por el establishment, no solamente
se le enfrenta con el principio de autoridad, sino con una falacia más: el
argumento ad hominem, del latín "contra el hombre”. Así, se nos descalifica por
no ser estudiosos del tema, por pertenecer a tal o cual grupos, por hechos de
nuestro pasado o nuestra condición presente, sin importar la lógica de las
alegaciones. Con la descalificación se intenta rebatir una tesis, siendo que
este argumento es completamente inválido, pues el razonamiento sale fuera del
tema de discusión.
El alegato: “tú no tienes ninguna autoridad para hablar de esta
enfermedad porque no eres médico”, es una apreciación que no prueba nada
respecto a las dudas sobre un tratamiento o diagnóstico. “Tú eres rico y por lo
tanto no puedes hablar del sufrimiento humano”. “Como eres un desobligado no
tienes derecho a opinar sobre las políticas de empleo de nuestro país”. Cuando
no se tienen argumentos válidos o se va perdiendo una discusión, se suele
recurrir a la descalificación y el insulto. Claro que es muy fácil que esto lleve
a… un pleito, una mentada de madre o una buena golpiza entre los debatientes.
Al menos, así, seguro que se acaba la discusión. Cuántas de estas recordamos,
¿verdad?
Esta falacia, el argumento ad
hominem, habla de nuestros prejuicios, y como el significado mismo de la palabra
exhibe (Prejuicio: “juicio que se tiene formado sobre una cosa antes de
conocerla”, según el diccionario de María Moliner), un prejuicio es la
antítesis de un argumento.
Y cuando las pruebas del hecho son tan flagrantes, y el argumento
de autoridad y la descalificación no son suficientes, para “ganar” la
discusión, entonces, se invoca otra falacia: el argumento ad consequentiam o argumentum ad consequentiam, argumento dirigido a las
consecuencias, mediante el cual se pretende probar algo señalando las
consecuencias del fenómeno que se está discutiendo.
Este es uno de los
argumentos donde más notoriamente se manifiestan los otros motivos, aparte de
la vanidad, para argumentar de manera falaz. “Si nuestro gobierno hubiera hecho
eso, toda nuestra sociedad se desmoronaría, por lo tanto no lo ha hecho”. “Dios
debe existir porque sino los hombres nos convertiríamos en unos salvajes”. ¿Por
qué esgrimimos las consecuencias como argumento? Claramente, por temor a ellas o deseo por ellas.
Pero las consecuencias negativas o positivas nunca podrán constituir un
argumento probatorio de una teoría o ser una inferencia válida, porque son
precisamente el resultado, la consecuencia del fenómeno, más nunca, por lo
tanto, la verdad intrínseca del mismo. Sin embargo, suelen utilizarse
popularmente, sin reparar en su falsedad.
Mediante el argumento ad consequentiam podemos observar cómo se trasminan no sólo
los miedos que nos dominan, sino al mismo tiempo nuestros deseos más profundos.
Un ejemplo: “Esta madre tiene que ser inocente, si no qué sería de sus hijos”.
“Este gobierno tiene que ser honesto, si no qué sería de nuestra sociedad”. “La
iglesia debe tener razón, si no perderíamos toda esperanza”.
El argumento ad consequentiam
es lo que comúnmente denominamos una perogrullada, pero a pesar de ser tan
divertido, pues muchas veces resultan simpáticos disparates, claramente es un
grito de nuestros temores y deseos que se impone a nuestro raciocinio. Queremos que
nuestros deseos sean realidad y buscamos, por medio de la discusión, probar lo
que queremos interiormente, convencernos a nosotros mismos, pues la falacia es
tan obvia que sólo así puede explicarse que alguien la utilice para ganar una
discusión.
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cuadro de Joan Miró |
Pero pasando
a argumentos que denotan trasfondos más veniales, vayamos a los sofismas del
terreno de la cultura que se sustentan innumerables veces, no sólo en el
principio de autoridad, sino en el argumento ad
populum que afirma que algo es válido por hacerlo o pensarlo la mayoría. ”Joan Miró debe ser un buen pintor, porque miles de personas van a sus
exposiciones”. “Si todo el mundo bebe cocacola es porque es buena”. “Si el río suena
es que agua lleva”. Las falacias basadas en un argumento ad populum suelen hablarnos de nuestra necesidad de
pertenecer al grupo, de sentirnos “normales”, adaptados y ver a nuestros
semejantes y a nosotros mismos como seres sensatos, prudentes y sabios. Y
nosotros queremos estar del lado de la gente, de lo normal; no queremos
destacarnos, hacernos notar, contradecir a la mayoría. El ostracismo era el peor
castigo en Roma y en muchos pueblos de la antigüedad. Así pues… nuevamente
aparecen en escena nuestros miedos, el miedo a la exclusión social o al
descrédito.
Claro que la
autoridad hace muy buen uso del argumento ad populum, si no cómo se
explica que tanta gente afirme que un cuadro en blanco con una raya es una obra
de arte, o que es bella la figura de una mujer con zapatos como zancos, o que
tal o cual libro manufacturado como un bestseller es una joya de la literatura.
Para
pertenecer al grupo es necesario aceptar las verdades populares y actuar en
consecuencia. Cuestionarlas es vivir fuera, y ser un outsider requiere
valor y ese es un precio muy duro de pagar para la mayoría. Es mejor entonces
hacer como que estamos de acuerdo y muchas veces hasta terminamos por creer
aquello que en una primera instancia nos parecía una locura, una tomada de pelo
o una barbaridad. Nuevamente nos topamos con nuestros miedos, parece que al
final no era tan venial el trasfondo del argumento ad populum.
Pero muchas veces las
falacias son utilizadas para manipularnos y están muy bien usadas, tanto que
algunas veces nos vemos atrapados en una discusión en la que sabemos que
nuestro oponente nos está ganando con falacias y no encontramos cómo salir del
atolladero. Eso suele pasar ¿con quién?: Con los políticos y los abogados, por
supuesto. Los políticos están o estaban, porque ahora son burdísimos,
entrenados en el arte de tener razón, como menciona Schopenhauer, y utilizan la
retórica y los sofismas con gran talento. El arte de engañar y de manipular
para ellos es el pan nuestro de cada día. De nosotros depende detectar sus
falacias o creerlas.
Para cerrar
con broche de oro recordaré a un pasaje en “El péndulo de Foucault” de Humberto
Eco que ejemplificará mucho mejor y de manera muy divertida un aspecto más de
lo que hemos analizado. Saco los extractos más significativos de una
conversación en el bar Pilades entre Casaubon y Belbo:
“-En
el mundo están los cretinos, los imbéciles, los estúpidos y los locos...”
-El cretino ni siquiera habla, babea, es espástico. Se aplasta el
helado contra la frente, no puede ni coordinar los movimientos. Entra en la
puerta giratoria por el lado opuesto.
-Ser imbécil ya es más
complicado. Es un comportamiento social. El imbécil es el que habla siempre
fuera del vaso… O si prefiere, es el que siempre mete la pata, el que le
pregunta cómo está su bella esposa al individuo que acaba de ser abandonado por
la mujer…
-El estúpido no se equivoca de comportamiento. Se equivoca de
razonamiento. Es el que dice que todos los perros son animales domésticos y
todos los perros ladran, pero que también los gatos son animales domésticos y
por tanto ladran… El estúpido es muy insidioso. Al imbécil se le reconoce en
seguida (y al cretino ni qué decir), mientras que el estúpido razona casi como
uno, sólo que con una desviación infinitesimal. Es un maestro del paralogismo…
Un estúpido puede llegar incluso a ganar el premio Nobel...”