A continuación les ofrecemos un fragmento de POR MI PROPIA MANO,
la
novela corta que se ofrece como recompensa (la número 3) en el
crowdfunding NACEMOS MUERTOS, la novela de Ana Colchero que sólo
existirá si USTED la apoya
El escozor aumentaba por instantes
mientras subía por las fosas nasales. La imposibilidad de abrir los ojos era
tolerable frente a la incapacidad de respirar. Mi garganta, bloqueada por la
inflamación, sólo dejaba pasar el vómito que aliviaba momentáneamente el
embiste de los gases lacrimógenos. Doblado en dos, buscando a tientas con las
manos extendidas el chorro de agua que mi débil oído escuchaba, sentí el golpe
contundente que rasgó la carne de mi sien.
Por largo rato, el pasar de los edificios, los árboles y los letreros de las calles se sucedían delante de mis ojos sin comprender que ese era el ángulo de las cosas desde el piso del camión descubierto al que me habían echado. El olor mezclado de la sangre, el vómito y el sudor no eran sólo míos, también de los otros que se amontonaban junto a mí. La inconsciencia intermitente que me provocó el golpe, desdibujó mi recuerdo del trayecto, y no fue hasta que llegamos al galpón que tengo memoria precisa. Ahogados por algo como un líquido en mi cerebro, escuchaba los gritos, entendía los improperios, y el odio y la necesidad de inspirar miedo de aquellos hombres. El cansancio y la confusión fueron el narcótico de los primeros momentos. Después de no sé cuántas horas, mis sentidos ganaron presencia y se confirmó mi temor: estábamos a merced de la policía en un lugar clandestino, lo que presuponía que seríamos tratados como trasgresores de la ley y el orden, como terroristas o guerrilleros, ni siquiera como delincuentes comunes a los que sí se procesa por las vías legales; vamos, que lo que seguía era la tortura.
Por largo rato, el pasar de los edificios, los árboles y los letreros de las calles se sucedían delante de mis ojos sin comprender que ese era el ángulo de las cosas desde el piso del camión descubierto al que me habían echado. El olor mezclado de la sangre, el vómito y el sudor no eran sólo míos, también de los otros que se amontonaban junto a mí. La inconsciencia intermitente que me provocó el golpe, desdibujó mi recuerdo del trayecto, y no fue hasta que llegamos al galpón que tengo memoria precisa. Ahogados por algo como un líquido en mi cerebro, escuchaba los gritos, entendía los improperios, y el odio y la necesidad de inspirar miedo de aquellos hombres. El cansancio y la confusión fueron el narcótico de los primeros momentos. Después de no sé cuántas horas, mis sentidos ganaron presencia y se confirmó mi temor: estábamos a merced de la policía en un lugar clandestino, lo que presuponía que seríamos tratados como trasgresores de la ley y el orden, como terroristas o guerrilleros, ni siquiera como delincuentes comunes a los que sí se procesa por las vías legales; vamos, que lo que seguía era la tortura.
Desde
que tengo memoria imaginé el día en el que sería torturado. Me decía una y otra
vez que mis convicciones o mi fuerza me harían invencible, pero en el fondo era
consciente de que eso lo diría el momento, pues nadie conoce su propio dolor
hasta que alguien nos lleva al límite desconocido del sufrimiento.
Cuando
me arrastraron ya conocía el camino y la silla y el foco y las palabrotas y la
picana y la culata, lo que no conocía era mi verdadera constitución. Con cada
golpe iba haciéndome más pequeño, me encogía y me guardaba dentro de mí mismo,
como quien se muere de frío y de tristeza y de lástima. No había nada que
contestar a estas bestias estúpidas que preguntaban cosas que ya sabían, sólo
como justificación para torturar, sólo para copiar el símil de la escena
ridícula de pegarme para escarmentar mi osadía; osadía que ellos ni siquiera
entendían a qué.
Pero
los golpes tuvieron su efecto, desde ese día el aprecio por mí mismo decayó. Mi
imagen cubierta en vómito y orines, mi cara machacada a culatazos, mi hombría
humillada a toques de picana, mi humanidad convertida en un desecho.
Salí de
ahí a los once meses, después de perder el oído por completo a causa de una afección
de infancia, agravada por las sesiones de tortura y las infecciones sin
tratamiento. Volví al cuartito que me servía de taller y de habitación, y que
milagrosamente nadie había invadido. Al
salir del “sistema”, me habían dado ese sitio que yo tenía que pagar con
el trabajo que también me habían destinado y que yo dejé muy pronto, para
dedicarme a hacer retratos a personas en la calle. Me sorprendió ver que no lo
hubieran reasignado; ni siquiera se habían dado cuenta de mi deuda, pensé. Mis
dibujos seguían en su sitio, polvorientos; mis cigarrillos sabían ya a viejo y
todo olía a abandono.
Saqué
del envoltorio las cartulinas con los rostros de mis compañeros de prisión.
Pero había un envoltorio que quería abrir con calma entrada la noche, así que
abrí una vieja lata de atún, que me supo a gloria, y cuando ya había lavado los
pocos platos que utilicé, llené un vaso con el aguardiente que quedaba en una
botella y saqué los dibujos que había reservado.
Cuando en la
cárcel me di cuenta de que me estaba quedando sordo, pasé días en los que creí
que me volvería loco. Desde niño me había perseguido la angustia de esa
posibilidad; por eso me había hecho dibujante, no quería verme sin trabajo si
la sordera me alcanzaba. Siempre tuve presente la etapa de mi infancia en la
que mi madre ingresó a prisión y yo al sistema, y me vino esa infección
agudísima en los oídos y la garganta. La familia de acogida no hizo caso,
creyendo que lo que me pasaba era que estaba deprimido. Para cuando me llevaron
al hospital uno de los tímpanos se había reventado y el otro estaba muy
lastimado. Nunca volví a saber de mi madre y pasé por varios hogares de
acogida, hasta que cumplí los dieciocho. Me hice de un puesto en Central Park,
en la esquina junto al quiosco de revistas, cerca de la avenida, donde pasaban
muchos turistas. Algunos se detenían con la esperanza de llevarse un souvenir
muy personal de la gran ciudad. Afortunadamente soy bastante buen dibujante y
rápido, por lo que en un buen fin de semana hacía casi el suficiente dinero
para llegar al siguiente. Además tenía un aspecto inofensivo, nada en mí
llamaba la atención; de no ser por mis retratos, nadie hubiera volteado a
mirarme. Quizá era a causa de ese físico anodino que mi timidez era tan grande,
o quizá, ésta configuró en parte mi semblante. Nunca fui atlético, más bien
bajito y de constitución delgada, y aun cuando procuré ejercitar mis brazos
para adquirir un poco de la robustez que la naturaleza me había negado, nunca
llegué a ser fuerte, por lo que siempre busqué no meterme en problemas. Todo
esto me llevó a no tuve suerte con las chicas, ni éxito en nada; era un tipo de
veinticuatro años que se había quedado sordo, que había pasado los últimos once
meses en la cárcel por participar en una manifestación contra algo que ya ni
recordaba, a la que había asistido casi por no tener nada mejor que hacer y
otro poco por rememorar los deseos de rebeldía de la adolescencia.
(...)
© Ana Colchero, 2013
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Triste pero muy real el relato, me gustó como haces sentir la tristeza y desolación del personaje, así como la crudeza de la vida. Gracias por compartirlo.
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